MARISA , el recuerdo que no se olvida.
Publicado: Lun 31/10/11 19:14
Corría 1960, y como tanta gente por aquellas fechas, tenían por costumbre los mayores (y los no tanto) ir a las fiestas y romerías que aún era habitual celebrar el las ciudades. Para lo que nos ocupa en este caso la de Santa Margarita. El abuelo no era menos y se hacia acompañar de algún nieto.
Aquel día, en la cuesta que era el camino de regreso, una de las piedras con las que haciendo nuestras travesuras estábamos jugando le golpeo la frente. Por suerte nada, salvo un poco de sangre.
Había quedado viudo muy joven, con tres hijos a su cargo. No hubo mucha suerte en la familia y sus vidas tuvieron las penalidades habituales que provoca la justeza de dinero. Malamente sabía escribir; solo trabajar.
En el paso del tiempo, tan solo la pequeña de esos tres hijos, Marisa, fue un poco más afortunada.
Se casó joven con un empleado que pudo hace buena carrera en su cometido. Ya entonces difícilmente recordaba la cara de su madre de tan pequeña que era cuando había quedado huérfana, allá por los años 30.
Pudo criar cinco hijos sin holguras pero sin ahogos, y acoger en su casa a su padre, el Abuelo, pues era el sentido de familia al que estaba acostumbrada.
En total ocho personas en casa, lo cual en los 70 tampoco era cosa de extrañar.
También accedió entonces Marisa a tener algo de vida, y pudo comprar, con su marido, finca y casa en el campo que restaurada, le valía de satisfacción.
La vida pasa, y llegados los ochenta ya había cinco universitarios en casa de Marisa. Uno ya trabajando
El Abuelo hacia 4 años que dejara de estar con ella.
Empezaba una época cargada de penas, envueltas como siempre oropel.
Aun era joven, no alcanzaba la cincuentena, y seguía cargando con la compra de la comida diaria para las 5 personas de casa. Era su vida: Su familia.
Corría el 82, y con la vida tan situada, enviudo a los 53 años. Su vida entraba en un camino desconocido.
En aquel momento, de las ocho personas con alojamiento en la casa, solo quedaban Marisa y tres de sus hijos. Pero aún esos solo tres muchachos estaban fuera, estudiando; realmente vivía sola en esa casaza de 180 metros y altos techos.
No había pasado un año y tuvo su primer nieto. Alguna alegría ya necesitaba. Además, ya solo tenía dos hijos en casa y estudiando, aunque fuera lejos: En Navarra y Valencia. El tercero ejercía ya por su cuenta, de médico, pero también lejos de la ciudad que lo viera nacer.
Nueve años después, no habiendo cumplido él los 30 años y cuando Marisa por poco contaba los 60, perdía al pequeño de sus hijos.
Ni Marisa ni sus otros muchachos y muchachas encontraron por años de vida pócima que cicatrizara ese zarpazo.
Se iniciaban los 90 y la vida le dejaba ya marcas indelebles de crudeza en su alma. Pero era la suya un alma firme por ser curtida desde niña en el dolor, y por tanto hecha a superarse para seguir cuidado de los suyos ante cualquier adversidad.
Eso: Cuidar de los suyos, es lo que a comienzos de los 90 le fue también negado.
Ya nadie vivía con ella en aquella jaula de oro de altos techos y 180 metros cuadrados de recuerdos.
Al día han pasado 21 años más de soledad.
Soledad acompañada, pero soledad.
Y empezó a simplificar su vida; y a comer frecuentemente lo mismo; y a utilizar menos menaje; y menos cosas; y a no preparar postres... ¿para quien si estaba sola? ¿por qué si solo era para ella?. Por comodidad nos decíamos. Porque no me acuerdo de las recetas de hacerlas tan poco, nos decía.
Que ciegos estábamos. Luego nos enseñaron: El primer sentido que se pierde es el olfato. Ella hacía tiempo que lo había perdido, y lo que realmente le ocurría es que se estaba olvidando de cocinar.
Hoy, con 82 años, siendo víspera de Todos los Santos de 2011, temblorosa y con miedo, no sabiendo bien lo que pasaba aún cuando confiando ciegamente en la protección de sus hijos, y con el alma encogida por tener que salir de su hogar, Marisa cerraba la puerta de su casa.
Montada en un coche de la familia, como una señora, iniciaba el camino que ha de llevarla a hospedarse en un Residencia donde puedan cuidarla como se merece.
El Alzheimer, esa muerte en vida, ha vencido a Marisa, mi madre.
Aquel día, en la cuesta que era el camino de regreso, una de las piedras con las que haciendo nuestras travesuras estábamos jugando le golpeo la frente. Por suerte nada, salvo un poco de sangre.
Había quedado viudo muy joven, con tres hijos a su cargo. No hubo mucha suerte en la familia y sus vidas tuvieron las penalidades habituales que provoca la justeza de dinero. Malamente sabía escribir; solo trabajar.
En el paso del tiempo, tan solo la pequeña de esos tres hijos, Marisa, fue un poco más afortunada.
Se casó joven con un empleado que pudo hace buena carrera en su cometido. Ya entonces difícilmente recordaba la cara de su madre de tan pequeña que era cuando había quedado huérfana, allá por los años 30.
Pudo criar cinco hijos sin holguras pero sin ahogos, y acoger en su casa a su padre, el Abuelo, pues era el sentido de familia al que estaba acostumbrada.
En total ocho personas en casa, lo cual en los 70 tampoco era cosa de extrañar.
También accedió entonces Marisa a tener algo de vida, y pudo comprar, con su marido, finca y casa en el campo que restaurada, le valía de satisfacción.
La vida pasa, y llegados los ochenta ya había cinco universitarios en casa de Marisa. Uno ya trabajando
El Abuelo hacia 4 años que dejara de estar con ella.
Empezaba una época cargada de penas, envueltas como siempre oropel.
Aun era joven, no alcanzaba la cincuentena, y seguía cargando con la compra de la comida diaria para las 5 personas de casa. Era su vida: Su familia.
Corría el 82, y con la vida tan situada, enviudo a los 53 años. Su vida entraba en un camino desconocido.
En aquel momento, de las ocho personas con alojamiento en la casa, solo quedaban Marisa y tres de sus hijos. Pero aún esos solo tres muchachos estaban fuera, estudiando; realmente vivía sola en esa casaza de 180 metros y altos techos.
No había pasado un año y tuvo su primer nieto. Alguna alegría ya necesitaba. Además, ya solo tenía dos hijos en casa y estudiando, aunque fuera lejos: En Navarra y Valencia. El tercero ejercía ya por su cuenta, de médico, pero también lejos de la ciudad que lo viera nacer.
Nueve años después, no habiendo cumplido él los 30 años y cuando Marisa por poco contaba los 60, perdía al pequeño de sus hijos.
Ni Marisa ni sus otros muchachos y muchachas encontraron por años de vida pócima que cicatrizara ese zarpazo.
Se iniciaban los 90 y la vida le dejaba ya marcas indelebles de crudeza en su alma. Pero era la suya un alma firme por ser curtida desde niña en el dolor, y por tanto hecha a superarse para seguir cuidado de los suyos ante cualquier adversidad.
Eso: Cuidar de los suyos, es lo que a comienzos de los 90 le fue también negado.
Ya nadie vivía con ella en aquella jaula de oro de altos techos y 180 metros cuadrados de recuerdos.
Al día han pasado 21 años más de soledad.
Soledad acompañada, pero soledad.
Y empezó a simplificar su vida; y a comer frecuentemente lo mismo; y a utilizar menos menaje; y menos cosas; y a no preparar postres... ¿para quien si estaba sola? ¿por qué si solo era para ella?. Por comodidad nos decíamos. Porque no me acuerdo de las recetas de hacerlas tan poco, nos decía.
Que ciegos estábamos. Luego nos enseñaron: El primer sentido que se pierde es el olfato. Ella hacía tiempo que lo había perdido, y lo que realmente le ocurría es que se estaba olvidando de cocinar.
Hoy, con 82 años, siendo víspera de Todos los Santos de 2011, temblorosa y con miedo, no sabiendo bien lo que pasaba aún cuando confiando ciegamente en la protección de sus hijos, y con el alma encogida por tener que salir de su hogar, Marisa cerraba la puerta de su casa.
Montada en un coche de la familia, como una señora, iniciaba el camino que ha de llevarla a hospedarse en un Residencia donde puedan cuidarla como se merece.
El Alzheimer, esa muerte en vida, ha vencido a Marisa, mi madre.